En estos últimos días, el caso José López se convirtió en un símbolo de nuestro propio “Ensayo sobre la ceguera” (de una sociedad que no quiere ver).
Nadie duda, ante la evidencia, lo que representan los nombres de López, Lázaro Báez, Leonardo Fariña o Ricardo Jaime. También comenzamos a ver lo que no veíamos, que es el entramado que hizo que aparecieran los José López, e inmediatamente, deberíamos empezar a preocuparnos por ver quiénes les pagaron, los promovieron y los incentivaron.
También comenzamos a abrir los ojos a otras cosas que “nos costaba ver”, como una inflación cercana al 30 por ciento, un 40 por ciento de la economía y de los trabajadores en negro.
Ya no podemos dejar de intentar verlas, porque ninguna de estas cosas nacieron de un repollo.
La figura casi fantasmagórica de José López revoleando bolsos con 9 millones de dólares por arriba de un cerco de un convento; convento que sería suyo propio, será por lejos el símbolo extremo, el icono casi bizarro de lo que no queremos que sean la política, un funcionario público y menos un vecino o amigo
Pero si sólo demonizamos a esos José López y a la cleptocracia kirchnerista como los únicos corruptos del sistema político argentino, constituyéndolos como chivos expiatorios, estaremos alimentando nuestra propia ceguera y cinismo. De eso nos debemos hacer cargo.
No están solos, sino que forman parte de algo mucho más complejo. Todos conocemos a alguien “piola” que siempre nos ofrece “el atajo” o la “ayuda” que nos ponen lentamente en esos lugares donde se pudren los valores en pos del éxito fácil, ya sea en el cargo, en la elección o en la economía personal.
De la novela de Saramago surge la idea de que las sociedades eligen con qué nivel de ceguera quieren vivir. De esto dependen, irremediablemente, las consecuencias.
El Estado y la política deben hacerse cargo hoy de estas consecuencias de años de ceguera, definiendo claramente qué es lo que se hace y lo que se deja de hacer. Desde la sociedad nos gritan a quienes tenemos cargos públicos que tracemos una línea indeleble que separe a esta gente.
Estas personas nunca más pueden ser consideradas “los piolas”. Nunca más podemos tenerlas como referentes del éxito a imitar. Nunca más. Esta debe ser la verdadera grieta. Una grieta sin puentes y que ponga a los corruptos en una isla bien identificada, para que nunca más puedan esconderse en gobiernos, en partidos, en empresas o en fundaciones.
De vuelta en la novela, sobre el final uno de los personajes reflexiona: “Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos. Ciegos que ven, ciegos que viendo, no ven”.